¿Sabes Spider?, eres un verdadero hijo de puta pero te aprecio. El único marchante de arte lo suficientemente capullo como para saber lo que compra. Un caso singular entre los de tu especie; simplemente un tipo listo con ideas estéticas propias, nada descabelladas por otra parte. Y no te amedrentarías, serías capaz de tumbar cualquier argumento que girara en torno al "maldito arte", siempre que consideraras oportuno hacerlo. Pero pasas, el concepto está lavado de tanto usarlo, desvaído como el color de los vaqueros que llevas y que no te quitas durante un mes.
Me resulta extraño tu afán de perder el tiempo hablando conmigo. La conversación termina por diluírse en un vórtice. Hablar en términos metafísicos, ontológicos si quieres, o peor aún, abstractos, sobre la moral, resulta ridículo. Sin embargo, te regodeas cuando platicas sobre cuatro trazos concretos, o dos bocanadas de fotografía social, pegados a un lienzo áspero que duele como la vida misma. Ese tono que adoptas, petulante y despreciativo, tan bien hilado, perfectamente coherente. Es, al fin y al cabo, un discurso vacuo, pero mola.
Vengo, aporreo tu puerta y me encuentro esto, una araña roja y comida china a medio acabar, ni siquiera sé si la empezaste tu o una de esas furcias a las que medio te ventilas, a las que dejas desempolvadas apartándolas a un lado en medio del fragor, si cualquier idea "brillante" cruza tu cabeza, cosa que ocurre a menudo.
Lo peor de todo fue como llegaste a este negocio. Búlgaro de nacimiento, espíritu científico, calculador, frío, y un buen día decides poner pies en polvorosa, escupir sobre una bola con carácteres cirílicos al pie del palacio de congresos de Sofía, cagarte en la madre del comunismo y hacer un gran calvo en dirección a la luna, subiéndote aprisa el calzón por miedo a tener sabañones en el culo. Te pasas media vida viajando, apostatas, acumulas libros, los lees y, a pesar de todo, te conservas incólume. Finalmente aterrizas en la costa este sin añorar tu voluntarioso destierro en el Imperio Jemer.
Me resulta extraño tu afán de perder el tiempo hablando conmigo. La conversación termina por diluírse en un vórtice. Hablar en términos metafísicos, ontológicos si quieres, o peor aún, abstractos, sobre la moral, resulta ridículo. Sin embargo, te regodeas cuando platicas sobre cuatro trazos concretos, o dos bocanadas de fotografía social, pegados a un lienzo áspero que duele como la vida misma. Ese tono que adoptas, petulante y despreciativo, tan bien hilado, perfectamente coherente. Es, al fin y al cabo, un discurso vacuo, pero mola.
Vengo, aporreo tu puerta y me encuentro esto, una araña roja y comida china a medio acabar, ni siquiera sé si la empezaste tu o una de esas furcias a las que medio te ventilas, a las que dejas desempolvadas apartándolas a un lado en medio del fragor, si cualquier idea "brillante" cruza tu cabeza, cosa que ocurre a menudo.
Lo peor de todo fue como llegaste a este negocio. Búlgaro de nacimiento, espíritu científico, calculador, frío, y un buen día decides poner pies en polvorosa, escupir sobre una bola con carácteres cirílicos al pie del palacio de congresos de Sofía, cagarte en la madre del comunismo y hacer un gran calvo en dirección a la luna, subiéndote aprisa el calzón por miedo a tener sabañones en el culo. Te pasas media vida viajando, apostatas, acumulas libros, los lees y, a pesar de todo, te conservas incólume. Finalmente aterrizas en la costa este sin añorar tu voluntarioso destierro en el Imperio Jemer.