Volodya caminaba despacio, despreocupado. La calle estaba aún fresca. Recuerdo su pelo, algo crespo y de color zanahoria. Siempre nos reíamos a su costa en la escuela por ese motivo. Él, que siempre fue muy sabidillo para su edad, decía que la culpa la tenía un gen dominante. Mi tatarabuelo, repetía orgulloso, era un nómada de la etnia uzbeka y tenía mi mismo color de pelo. Lo decía sin rencor, sin enfadarse. Me gustaba ir a buscarle a su casa. Vivía en un caserón céntrico, con paredes llenas de salitre. Subía las escaleras con cuidado; estaba oscuro y la mayoría de las veces la luz no funcionaba porque robaban las bombillas. La puerta debió de ser verde. Ahora, reventada por la humedad, tenía bastante con sostenerse cuando la golpeaba con fuerza. Era el único modo de que me oyeran entre tanto alboroto. Recuerdo sin desagrado ese olor penetrante, de fruta podrida y húmeda que inundaba la estancia. La abuela de Volodya remendaba calcetines junto a la ventana. Una melena gris enrarecida tapaba sus orejas enormes. Nunca me atreví a decirle nada a mi amigo sobre ese asunto. Levantaba imperceptiblemente la vista, apenas un segundo, musitaba algo que yo no entendía y seguía cosiendo. No me gustaba estar de pie pero la anciana me inspiraba terror. Una tarde, sin embargo, decidí acercarme un taburete. No ocurrió nada. Pasé el tiempo observando los escasos libros, la mayoría escritos en ruso, ordenados en el único mueble que allí había. Alguien gritó en la calle.
Apretamos el paso en dirección al tranvía. Volodya no hablaba apenas, le gustaba escuchar, observar. El trayecto duraba una media hora. Teníamos que salir a las afueras donde crecían esas moles impersonales de hormigón. El conductor nos conocía, ya no pagábamos. Sabía que apenas teníamos dinero para comprar un balón entre todos. Yo por mi parte me entretenía preguntando todo lo que se me ocurría sobre los uzbekos, sobre el paisaje de esa república que se me hacía tan distante, tan exótica. La mayoría de las veces no obtenía respuesta. Las inventaba yo mismo, fabulaba, fantaseaba incluso los motivos por los cuales él y su familia habían emigrado.
Junto a un grupo de cuatro torres de apartamentos había una vieja fábrica de ladrillos abandonada y detrás un descampado. La fábrica pronto se convirtió en nuestro cuartel general. Allí, a escondidas, fue donde comencé a fumar mis primeros cigarrillos. Cigarrillos negros, muy fuertes, sin filtro, que me hacían toser y escupir flemas amarillentas. Si no llovía improvisábamos dos porterías, sacábamos nuestro balón y nos poníamos a jugar. Sentíamos el aire gélido en los dedos de las manos y nos turnábamos para ser portero. La mayoría de las veces conseguíamos hacer dos buenos equipos. No había mucho más. Pasábamos la tarde pateando, gritando, perjurando. Después del partido nos ibamos todos. No nos vimos nunca en ningún otro sitio, nada sabíamos los unos de los otros. Aquella fábrica y aquel descampado eran nuestro único nexo de unión. Ninguno supimos qué nos llevó allí, ni siquiera cómo nos pusimos de acuerdo para comprar el balón.
Acompañaba a Volodya y seguía mi camino a casa. Aquellas tardes ocuparon buena parte de mi infancia. Las recuerdo con un cariño incierto, empañadas por la melancolía quizá, o por el deseo de que hubieran sido de otra manera. Un día faltó Volodya. Subí y aporreé la puerta, como había hecho todo ese tiempo. Se había ido el olor a fruta podrida, no había alboroto. Golpeé de nuevo, aún con más fuerza y los goznes cedieron. No había nadie. Sobre la silla de la abuela un libro medio quemado y algunos mechones de pelo rojo esparcidos por el suelo. Corrí, salí, bajé, salté, no miré hacia atrás. No pregunté nada a nadie. Jamás lo volvería a ver. Olvidé incluso que existía un lugar llamado Uzbekistán.
Apretamos el paso en dirección al tranvía. Volodya no hablaba apenas, le gustaba escuchar, observar. El trayecto duraba una media hora. Teníamos que salir a las afueras donde crecían esas moles impersonales de hormigón. El conductor nos conocía, ya no pagábamos. Sabía que apenas teníamos dinero para comprar un balón entre todos. Yo por mi parte me entretenía preguntando todo lo que se me ocurría sobre los uzbekos, sobre el paisaje de esa república que se me hacía tan distante, tan exótica. La mayoría de las veces no obtenía respuesta. Las inventaba yo mismo, fabulaba, fantaseaba incluso los motivos por los cuales él y su familia habían emigrado.
Junto a un grupo de cuatro torres de apartamentos había una vieja fábrica de ladrillos abandonada y detrás un descampado. La fábrica pronto se convirtió en nuestro cuartel general. Allí, a escondidas, fue donde comencé a fumar mis primeros cigarrillos. Cigarrillos negros, muy fuertes, sin filtro, que me hacían toser y escupir flemas amarillentas. Si no llovía improvisábamos dos porterías, sacábamos nuestro balón y nos poníamos a jugar. Sentíamos el aire gélido en los dedos de las manos y nos turnábamos para ser portero. La mayoría de las veces conseguíamos hacer dos buenos equipos. No había mucho más. Pasábamos la tarde pateando, gritando, perjurando. Después del partido nos ibamos todos. No nos vimos nunca en ningún otro sitio, nada sabíamos los unos de los otros. Aquella fábrica y aquel descampado eran nuestro único nexo de unión. Ninguno supimos qué nos llevó allí, ni siquiera cómo nos pusimos de acuerdo para comprar el balón.
Acompañaba a Volodya y seguía mi camino a casa. Aquellas tardes ocuparon buena parte de mi infancia. Las recuerdo con un cariño incierto, empañadas por la melancolía quizá, o por el deseo de que hubieran sido de otra manera. Un día faltó Volodya. Subí y aporreé la puerta, como había hecho todo ese tiempo. Se había ido el olor a fruta podrida, no había alboroto. Golpeé de nuevo, aún con más fuerza y los goznes cedieron. No había nadie. Sobre la silla de la abuela un libro medio quemado y algunos mechones de pelo rojo esparcidos por el suelo. Corrí, salí, bajé, salté, no miré hacia atrás. No pregunté nada a nadie. Jamás lo volvería a ver. Olvidé incluso que existía un lugar llamado Uzbekistán.
6 comments:
Vuelve usted con una prosa agridulce y detallista :)
Un nombre muy evocador.
Saludos.
¿A QUÉ VIENE TANTA CAUTELA?... ES AGRADABLE LEER ASÍ... ¿SERÁ QUE A LA VUELTA ESTARÁS MENOS LOCO?... ¿SERÁ QUE ESTÁ TAN "PARAO" PORQUE TE HIZO PENSAR MUCHO AL NO SER TU "ESTILO"...? ... me apetecía criticar de este modo! ... ME HA GUSTADO... PERO ESO YA LO SABÍAS! MUA
Emocionante relato, gracias, he disfurtado ley�ndolo.
Yo fu� un ni�a pelirroja, buscar� alguna foto.No es agradable ser pelirrojo cuando los demas no lo son. Una pena muy negra me oscureci� el pelo cuando ya no me hac�a ninguna falta, igual me animo y lo cuento como un cuento.
Un beso, Miriam G.
Un beso, Miriam G.
Blogger me odia ¿Pero que ha hecho con mi mensajes?
Vaya, vaya. Entre sonidos de jazz y eclecticismo se cuela una pequeña historia. Una buena idea. Me alegro de volver a estar contigo este año.
Última frase redonda.
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